Los hombres siempre seremos niños, durante toda la vida buscamos reemplazos para nuestros juguetes de la infancia. Es por eso que desarrollamos un sentido de admiración por lo nuevo y vivimos siempre en franca competencia, porque todo es un juguete al que hay que poseer y todo es un juego que tenemos que ganar.
En medio de la Sierra Madre Oriental, en Nuevo León, la naturaleza se encargó de regalarnos un lugar donde nuestros juegos de infancia cobran vida: el Cañón de Matacanes.
Desde lo alto del Cañón de Matacanes, los latidos de mi corazón se vuelven audibles, los pies pesan, el calzado deportivo tan ligero se convierte en un ancla que me mantiene fijo a la piedra, con la mirada clavada en el agua que yace en calma doce metros más abajo.
Hay personas a mi alrededor, pero no escucho más que la batiente percusión dentro de mi pecho. Abajo, en el agua, un guía me indica el punto exacto desde donde saltaré del Cañón de Matacanes.
Alguien a mis espaldas inicia una cuenta regresiva. El salto es exacto. No grito y no cierro los ojos. El tiempo se detiene cuando rompo el agua y me suspendo en la ingravidez propiciada por mi chaleco salvavidas.
El Cañón de Matacanes se ha ganado un lugar inamovible en mi memoria y a la vez soy partícipe de la colección de emociones que resguarda este cañón.